sábado, julio 04, 2009

Naúsea para seguir viviendo. Ida.

Siempre que la soledad le sorprendía bajo de defensas y a contrapié, para hacerle cara se escapaba a Madrid, o era ésta la que le engullía como magnífica maquinaria de succión de largo alcance; Madrid siempre representa un punto de inflexión en sus vivencias, con su fuerza que como escarcha en la ingle te mantiene alerta, despierto y ausente de problemas ajenos. Esta vez la ciudad de los rincones iba a convertirse en la cura a su soledad, sanarle con su nervio y sentirse arropado por los atletas y contorsionistas que allí residen. El completo aislamiento al que se ve sometido antes de su viaje se traduce en más de un año sin que suene su teléfono y a esta circunstancia se suma que aquellos que no llaman, aquellos que ahora tienen llagas en la palma de la mano y en la yema de cada uno de sus dedos, incapaces de marcar uno sólo de sus números... seguro en su soberbia y suficiencia mantienen el regusto del calimocho de mora y el vermouth de Malasaña que sólo sirven en Madrid a cambio de unas breves palabras de carácter adivinatorio. Y es que en levante se olvida pronto y se juzga antes. Por eso huye, para vomitar su alma, para caer de espaldas en el suelo lleno de mugre de algún bar donde las arterias se quieren suicidar, para romperse los dientes con banderillas que mantienen el hueso de unas aceitunas pinchadas de soslayo. Madrid mejor que nadie entenderá su soledad, en este lugar se da la atmósfera que es consultorio emocional, te peina el viento que es aliento del Chorro cantando en el bar Triana y millones de ojos te miran pidiendo una prórroga para desempatar el duro partido de sus vidas. Ahora se encuentra en el tren, equidistante entre el prejuicio y la presunción de inocencia, casi dormido, con el estómago destrozado por la lucha y deseando llegar a Atocha para comenzar el exorcismo.

Seguro que la capital mejor que nadie entiende su deseo de que todo vuelva a ser tan leve como antes, deseo de que aquellos amigos que eran hermanos de alcohol, droga, sexo, mus y vida no se hayan convertido en unos viejos a los que la sonrisa se les ha convertido en una mueca de rencor. La frustración. Necesita llegar ya, sentir Madrid, la náusea para seguir viviendo, ser un presunto peatón en la capital, y que ésta le robe con su metro que es puñal y hurón en el bolsillo y que su cuerpo serpentee los mejores mariscos y camellos; para terminar mojando su bigote con la espuma de una buena cerveza en Goya o bajo su atenta mirada, la mejor del mundo.

Que Madrid se quede hueco y dentro de él toda su labia y que en sus huecos habite por siempre la pena, retumbe su voz y como eco haga vibrar hasta la última cuerda vocal de su garganta que es desgarro. Y todo en su mente, imaginando en la butaca de un Alaris que ya no se inmuta ante las absurda energía que emite su pasaje, en su butaca se siente culpable, tal vez algo apesadumbrado por el carácter que le lleva a encerrarse en sí mismo cada vez que la vida atenta contra su alegría y se esconde, refugio que se alarga durante años por una vida de expectativas que siempre tardó en llegar, llegará.

En el camino se teje un vagón de lenguaje y filosofía corpórea, un supositorio dirigido que podría responder al nombre de la "descomposición de la hiel"; pepino cósmico a ras del suelo que a su llegada comienza a borrar el paladar amargo de las penas y las sinrazones que brotan sin darte cuenta con el paso de los años. Ácratas de la vida que no se conforman con el devenir de la cólera y compran su billete para redomar las papilas gustativas del alma. Largas piernas que descansan tras escuchar la nana de unas palmas flamencas, ojos en bandeja de plata su barbilla mirando al cielo y preguntándose si será el mismo que cubre Madrid. Ese cielo con luces de neón y polímero gris pálido, sólo más bello por el reflejo de su mirada. Al lado de nuestro solitario hombre viaja derramado sobre su asiento un hombre de tez morena que especulando con el ladrillo cobró conciencia de que su vida estaba vacía, camina con aire sobrador independiente de crisis alguna pero con una pena infinita en su interior y aceite de hígado de bacalao en sus labios cada vez que se mira en el certero espejo que todos los días nos refleja, cinco minutos antes de dormir con un nudo en el estómago. Casi todos hemos dormido alguna vez abrazados a un bacalao, piensa nuestro hombre, con algas entre los dedos de los pies y manchas de alquitrán en el pecho, otro maldito petrolero.

Madrid espera, te acoge, te forma y te deforma, te roba la vida y te regala el futuro que puedas pagar con la moneda de tu alma en un manido mercado de segunda mano. El diablo que gobierna en cada esquina te compra el alma por un puñado de risas y una arcada de triunfo. Deformado de Madrid sales ileso y sudoroso como el despertar de un mal sueño. Sano. Y entonces tocará volver a levante, a las llagas y el rencor de un mar con orilla constante y agua caliente de sus celos al océano. Temperatura anómala que es morada de medusas, que te rozan las manos y son llagas y las llagas no le llaman y el rencor calienta el mar y más llagas y ya nunca nada será tan leve como antes. Perdón.

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